
Mi habitación tiene hermosas vistas a los tubos de ventilación del hospital, y la comparto con una mujer de setenta y pico años que me atrevo a suponer que a estas horas todavía no ha parado de hablar...
Tan solo llegar nos hace partícipes, a mi hijo y a mi y a la guapa enfermera que nos acompaña ( a la que mi retoño ya le ha echado el ojo), de las múltiples enfermedades de su marido, allí presente.
Cuando todos se van nos dan una cena espantosa (creo que tiene mérito hacer una sopa y una tortilla de patatas tan sumamente incomestibles), nos ordenan ducharnos y meternos en cama (son las 19 horas...).
La noche se presenta larga, pero mi compañera de habitación la ameniza contándome de nuevo las enfermedades del marido, las suyas propias, las de cada miembro de su familia y las de sus vecinas.
Yo asiento pacientemente y trato de mantener en mis labios una sonrisa cortés.
Cuando ya no puedo más, cojo mi libro, El legado de Judas, y meto mi nariz en él ostensiblemente; pero la señora no capta el mensaje y sigue hablando sin parar; yo asiento, sonrío, me quito las gafas y la escucho.
Hago varios intentos de huir de su verborrea, me planteo encerrarme en el baño, se calla, respiro, ¡al fin podré leer!, pero apenas llevo dos lineas cuando ataca de nuevo.
Me consuelo pensando que al menos se callará mientras duerme, así que le digo que tengo sueño y le doy las buenas noches.
Al poco rato sus ronquidos me hacen temer que ha estallado la tercera guerra mundial. Me espera una larga noche en blanco...
Apenas amanece su lengua se desata de nuevo. ¡Menos mal que pronto se la llevan al quirófano! Después me toca a mi y sueño con playas paradisiacas y silenciosas.
Por la tarde ambas recibimos visitas, ya tiene a
otr@s a quienes atormentar y yo me relajo y me distraigo con mi gente.
Cuando nos quedamos solas me dice que qué suerte que le haya tocado conmigo en la habitación, que soy tan simpática (ya se sabe que el mejor conversador es el que no habla); yo me abstengo de comentarle que no soy de su misma opinión...
Al despedirnos a la mañana siguiente me pide el teléfono para llamarme y saber cómo estoy. Con mi mejor sonrisa le digo que no se preocupe, que ya nos veremos en las revisiones ¡Uff!
Mi casa es un remanso de paz. Mi pie izquierdo se empeña en llamar mi atención, pero yo procuro no hacerle mucho caso, aunque me temo que el resto del verano voy a tener mucho tiempo para escribir y leer...¡No hay mal que por bien no venga!